“El manto de la Virgen”


Le dijeron que no podría tener hijos nunca. Los médicos insistieron: si se quedaba embarazada, el corazón no le iba a aguantar. Sí, mi hermana sabía que el costurón en el pecho de la operación que había tenido en la infancia le iba a cobrar factura algún día, pero ella quería sentir los retortijones de la vida dentro de su barriga. Realmente, para ella, tener un hijo siempre fue un poco cuestión de trascender, de dejar algo en este mundo. La mujer que le leyó las cartas le dijo que los médicos se equivocaban, que si podría concebir. La mandó a Santiago, sola. Su camino lo iría descubriendo en la marcha, pero nadie podría ayudarla a llegar al altar de la Virgen de la Caridad del Cobre, ni nuestros hermanos, sus amigas, su marido, ni siquiera yo. Mi hermana se montó en el tren de las 4 de la tarde y no regresó. Ella me cuenta que allá en Santiago se le torció el pie y un doctor de ojos amarillos la convenció de tenderse en una camilla anchísima, de tela pegajosa. Unos días más tarde, después de conocer a la Virgen y de besar las esquinas de su manto, entendió que no quería regresar. La Virgen le había prometido que el primer niño que le naciera tendría los ojos amarillos y el corazón del mismo volumen y peso que todos los corazones anatómicamente perfectos.

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