“Después del huracán”

La doctora salió a la calle con el cuerpo pesado, como si la tormenta le hubiera arrancado algo más que el sueño. Observó todo a su alrededor, experimentando la sensación de estar en una ciudad fantasma, esas que veía muy a menudo en películas de terror. Un silencio que se sentía fuera de lugar, en el que solo escuchaba sus pasos, cada uno aplastando los restos de hojas y ramas en el asfalto mojado. Solo tenía en mente: «en otro momento, Miramar habría estado lleno de vida a esa hora”, gente que iba de un lado a otro, carros tocando bocina, vendedores ambulantes que llenaban el aire de voces. Ahora, el paisaje era otro. La Quinta Avenida, que siempre había sido una de las más transitadas, estaba irreconocible. Las ramas de los árboles, se amontonaban en la calle como si fueran animales enormes. Los olores de la tormenta aún estaban en el aire; humedad, tierra mojada, una mezcla de sal y polvo que le picaba en la nariz. Respirar se sentía denso, como si el aire no fluyera igual. No había rastro de vida humana; solo el movimiento de los escombros, que parecían seguir resonando con el eco del viento brutal de la noche anterior. Entonces sucedió, un carro apareció a lo lejos, un vehículo moderno, de esos que raramente se ven en la ciudad. Al volante, para su sorpresa iba un extranjero. La doctora se detuvo, él también, y sin pensarlo mucho aceptó el aventón que él le ofreció al ver su bata blanca. Mientras recorrían las calles desiertas, y desoladas, todo parecía ser aún más una película que la propia realidad; los semáforos apagados, los postes caídos, las ventanas de los edificios destrozadas. Era como si el huracán hubiera arrasado con las capas superficiales de la capital, dejando expuesta una Habana cansada, vieja y vulnerable. Al salir del túnel que pareció interminable, y cruzar el Vedado, el paisaje empeoraba. El Malecón estaba cerrado, y los edificios de la costa mostraban los golpes que la tormenta les había dejado. Maletas, bultos, gente sentada en el suelo esperando… Muchas personas intentaban regresar a casa después de haber perdido casi todo. El extranjero la dejó en el Hotel Presidente, y apenas bajó, otro carro se detuvo. “¿A dónde va, doctora?” le dijeron, reconociendo de nuevo su bata, como un símbolo de esperanza en medio de la incertidumbre. Mientras avanzaba, notaba como el paisaje de su barrio había cambiado. Una gran ceiba bloqueaba toda una calle. Cerca, el parque de H y 21, conocido por su glorieta y su ambiente alegre, parecía ahora un tiradero. En medio de la devastación, vio la Universidad de La Habana en pie, con sus muros grises aún firmes, lavados por la lluvia y resistiendo, como un recordatorio de la historia de la ciudad. La doctora bajó del carro y agradeció al conductor, aunque últimamente encontraba pocas razones para agradecer. En un día normal, aquel recorrido le habría costado 300 pesos cubanos; esa vez fue gratis. Al acercarse a su edificio, vio a sus vecinos en medio de un caos húmedo y fangoso, quienes con escobas, empujaban el fango que corría por las calles, cargado de hojas, ramitas, restos de comida y papeles empapados. Frente al negocio de la esquina, una mujer y un niño cargaban bolsas de hielo para conservar la poca comida que quedaba en sus refrigeradores sin luz. Se abrió paso poco a poco y, al llegar a su edificio, escuchó un estruendo que le heló la sangre. Era un sonido tan fuerte que por un instante creyó que el edificio entero, con sus doce pisos, se le venía encima. El corazón le palpitaba en el pecho, y cuando la tierra dejó de vibrar, miró a su alrededor. Nada se había caído, pero el miedo aún estaba ahí, latente, como un recordatorio de lo frágil que todo era. Esa noche, al llegar a su departamento y en medio de la oscuridad, encontró un libro de medicina, uno que hacía años había dejado en una repisa olvidada. Se sentó en el suelo, encendió una vela y, mientras escuchaba el silencio profundo de la ciudad, comenzó a leerlo. Las palabras, antiguas y familiares, le devolvieron algo que no sabía que había perdido. Pasaron par de días y todo volvió a ‘la normalidad’, mientras recorría el hospital, lo vio de nuevo. Era el joven que aquella mañana había llevado bolsas de hielo junto a su madre, aquel a quien apenas había mirado en medio del caos de su barrio. Lo reconoció por la manera en que la miraba, con una mezcla de nervios y admiración, como quien observa algo preciado. “¿Tú aquí?” le preguntó, sorprendida y un poco emocionada al verlo con una bata blanca. Él sonrió, un poco tímido, y le confesó que después de aquel huracán, algo en su interior había cambiado. Había decidido estudiar medicina, inspirado por la calma y la fortaleza con la que la había visto enfrentar la tormenta y sus consecuencias. La forma en que ella se movía entre la devastación con tanta determinación, ayudando a los demás con una certeza serena, lo había marcado. En su mundo desmoronado, la doctora le había mostrado lo que realmente importaba; la vida, el cuidado, la esperanza. Ella lo escuchó en silencio, conmovida. De alguna manera, sin saberlo, había plantado una semilla en alguien más, una chispa de algo que ni siquiera ella sabía que aún tenía. Al mirarlo, entendió que esa vocación no solo la había salvado a ella en tiempos difíciles, sino que ahora estaba inspirando a alguien más. «Entonces, parece que la tormenta también trajo algo bueno», le dijo con una sonrisa cálida.

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