¡Hola, Multicubano!
La escuela primaria era no solo el primer encuentro con letras y números, sino el acercamiento a la sociedad. En ella dejábamos en claro quién era un malcriado, quién tenía una dulzura innata, cuál era el insoportable… y cómo reaccionábamos todos ante ese universo nuevo.
Cada vez que integrábamos un grupo nuevo seríamos parte de él por, al menos, diez meses, de tal forma que las relaciones en el aula podían llegar a ser muy felices o infernales.
No sé cómo habían sido los años en que los estudiantes se sentaban en pupitres, pero las mesas compartidas en las que mi generación tenía que escribir eran, a menudo, verdaderos campos de batalla. Que si no pongas el codo en mi lado, que si borraste y me echaste los restos de los borrones para mi parte…en fin, toda una campaña militar en una mesa dividida por una línea de lápiz que se dibujaba y se volvía a dibujar cuantas veces fuera necesario.
En mi aula del ciclo final, había dos que si no peleaban tres veces al día no eran felices. Era tanto su escándalo que más de una vez los maestros intentaron separarlos, pero ninguno de los dos quería irse de su mesa. Que se vaya el otro. Imagino que así debe ser un divorcio por rebeldía. Claro que los maestros decían que seguro terminaban juntos, pero los años demostraron que no. Ella está felizmente casada y tiene tres hijos, y de él no sabía desde mucho antes de irme de Cuba.
Yo, por suerte, fui bendecida siempre con compañeros de mesa considerados y educados. Nunca discutí con ninguno. Cuando se formaba una algazara de tipo: «¡NO ME TOQUES MÁS CON EL CODO!» nos mirábamos extrañados y nos decíamos: «no los entiendo, con lo fácil que es llevarse bien». Después extendí lo aprendido en esas mesas escolares y comprendí que, en un marco más amplio, no había que serrucharle el piso a nadie ni andar buscándole la quinta pata al gato. Esa es una lección que le agradezco a la primaria.
Lo más importante de la primaria, y el momento más esperado era, por supuesto, el recreo. No importaba si eras niña o niño (al menos hasta quinto grado, cuando esas diferencias empezaban a notarse, sobre todo en el comportamiento), tenías que salir huyendo del aula a buscar aire puro. Pero a toda carrera. Nosotras jugábamos al pon, que dibujábamos con tizas prestadas o lloradas, y esos juegos en los que se canta alguna cancioncita ingenua mientras se combinan las palmadas de una pareja. Eso es como el dominó de los adultos, porque hasta competencias se hacían.
Pero si algo se nos queda grabado para siempre en la memoria son aquellos papelitos románticos, que eran la primera declaración de amor que se nos hacía. Algunos decían “¿Quieres ser mi novia?”- Sí o No; y otros eran más sucintos: Sí o No, y listo. Lo peor del caso es que se suponía que esos lances románticos fueran discretos, pero nada que ver. Toda el aula se enteraba y siempre había una amiguita que te informaba de tu pretendiente. Así ya ibas preparando la respuesta correspondiente.
Lo que me maravilla es la facilidad con la que dábamos reverendas calabazas sin sombra de pena. ¡Es que ni siquiera le dedicábamos mucho pensamiento al asunto! Si el aspirante a Romeo te gustaba, le decías que sí, y si no, pues simplemente escribías No en el papelito, y de eso no se hablaba más. No había que exponer razones, ni intentar no lastimar sus sentimientos…eran los No más fáciles de la vida.
Comparativamente, nuestras vidas eran mucho más simples entonces. Y tuvimos, además, una niñez más plena: no había celulares ni luces azules, no había repasadores particulares desde los primeros grados, sino que nuestra familia se encargaba de ayudarnos con las tareas y revisaba las libretas, y no teníamos ni idea de qué era la moda. De haberlo sabido, no hubiera permitido que me pusieran aquellos lazos gigantescos en la cabeza.
Sobre todo, nosotros desconocíamos una palabrita que ahora está muy de moda: el bullying. Una palabrita tan extranjera para definir lo que siempre ha existido: la burla, el abuso o el acoso. Ese es un fenómeno que ha existido desde siempre, con varias diferencias respecto a la actualidad: ahora los padres intentan proteger tanto a los niños, que les impiden, en parte, desarrollar sus propias armas.
Ahora es: “si algún niño te hace algo, me lo dices”, mientras que en mi época era: “tú no busques problemas, pero si alguien te busca, que te encuentre”. A uno se le ocurrió tocarme mis partes privadas y le lancé el pomo de la merienda por la cara. Después, claro, nos enredamos a los golpes. Yo tenía siete años. Cuando mi abuela vio la marca de la mordida en mi mano tuve que contarle; me agarró del brazo y prácticamente me arrastró hacia la escuela. Yo pensé que estaba en problemas.
Nos reunimos con Baltasar, el director, un señor pausado que parecía no alterarse nunca, y cuando él pensaba que mi abuela me iba a regañar, ella se viró hacia mí y me dijo: “la próxima vez, le metes la silla por la cabeza, yo te autorizo”. Ya me veía yo convertida en una vengadora de todas las niñas afrentadas, lanzando sillas a diestra y siniestra… pero lo cambiaron de aula. Nunca más coincidimos.
Un año después yo era la gordita de la escuela. Y cuando digo gordita, entiendan que es un eufemismo: era más fácil saltarme que darme la vuelta. Más de uno se hizo el chistoso de intentar burlarse, y dos trompadas después se arrepintió. No se equivoquen: yo no era una niña maleducada ni particularmente agresiva, y siempre fui la mejor estudiante del año, pero lo cortés no quitaba lo valiente. Aprendí a defenderme desde chiquita, y lo agradezco hoy, con más de treinta años.
Cada vez que regreso a Cuba paso varias veces por delante de la que fuera mi primaria, pues es imposible sortearla, como si quisiera estar siempre presente en nuestras vidas. La miro de arriba abajo y recuerdo las cosas que viví en cada uno de sus cuatro pisos, pues tuve clases hasta en el sótano, y me río sola. Allí di mis primeras calabazas, aprendí lo que es la amistad, lo falsas o verdaderas que pueden ser las relaciones personales, y que hay que defenderse con uñas y dientes en este mundo. Gracias, inmensas gracias le doy a mi infancia.
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