¿Dónde está la belleza del primer aguacero de mayo?

Autor: Victoria Vázquez

¡Hola, Multicubano!

Ya estamos en mayo y con él varias fechas esperadas. La más importante es, por supuesto, el Día de las Madres (que hay que escribir en mayúsculas, por supuesto), llega mi cumple que, al menos para mí, es muy importante, y hay algo que siempre se espera, aunque todos los años decepcione: el primer aguacero de mayo. Y vaya decepción…

El primer aguacero de mayo es una gran estafa, lo digo sin rastro de duda. Miles de feos y feas han puesto sus esperanzas en esa lluvia salvadora que se llevaría su fealdad y traería belleza…y lo único que han ganado, si acaso, es un catarro moquillento. No digo que todos los que se bañan en ese aguacero “mágico” esperen ser bendecidos con belleza, pues conozco a muchos que lo tiran a bonche abiertamente, pero, quizás, allá en el fondo se digan que un poco más de atractivo no les vendría nada mal.

La duda del origen de esa tradición nunca nadie ha podido aclarármela. Hay quienes le ponen su extra y dicen que no da belleza, sino suerte para todo el año. Y yo, hipercrítica, digo que ese debería ser el primer aguacero de enero, no de mayo. No vale tener cuatro meses de angustia para que después la cosa mejore. No, señor, si va a ser un buen año que lo sea los doce meses.

Bueno, hablando de eso, sí que hay tradiciones para garantizar que el año que comienza sea positivo, pero de eso sería mejor hablar en noviembre o diciembre…ahora sigo con mayo.

En mi infancia, ese primer aguacero tan esperado tenía que cumplir ciertos requisitos para que la chiquillera fuera autorizada a bañarse en él: en primer lugar, tenía que ser de día, pues ninguna madre con sentido común permitiría a su hijo bañarse en la lluvia a las diez de la noche; en segundo lugar no podía oírse ni un truenito, o ya todas las abuelas nos veían carbonizados y agonizantes; y en tercer lugar la temperatura tenía que superar los 30 ⁰C, porque si soplaba un vientecito que a alguien le pareciera “frialdad”, se cancelaba la fiesta.

Previamente autorizados, había hasta quien salía con jabón en mano y se daba la restregada de la vida. Pero eso solo estaba permitido a los varones, porque “las niñas no hacen eso”. De hecho, a mí nunca me permitieron bañarme en el aguacero. Decían que las niñas no hacen eso, y que yo ya era linda, que no lo necesitaba. Puro afecto maternal: yo era tan normalita como cualquier otra, lo sigo siendo, así que un poquito de magia no me hubiera caído mal.

Lo que me maravilla es que a tantos los dejaran darse ese chapuzón, cuando históricamente llegar mojados de la escuela venía acompañado de una lluvia (repetición importante) de reproches o de pescozones, en dependencia del temperamento materno. Quienes habíamos desarrollado el instinto de preservación desde temprano, sabíamos que si, al salir de la escuela, estaba lloviendo, había que refugiarse en un portal a esperar que pasara la tormenta…

Ahora, lamentablemente, mucho ha cambiado: ya los niños no tienen esa ilusión. Me pregunto, entonces, si los padres de los niños de hoy son quienes hace 20 o 30 años se entripaban de lluvia a principios de mayo, ¿por qué no le han traspasado ese poco de magia a sus hijos?¿será que nos hemos dejado absorber por la tecnología, por Peppa Pig y Dora la exploradora, y ya no creemos necesario que los niños disfruten a lluvia y sol? Hace dos años fui a Cuba poco antes del Día de las Madres, y el primer aguacero cayó durante mi estancia… cuánta tristeza sentí al ver la calle desierta, ni un solo grito, ni un juego, ni nada…

Siempre había quien se atrevía a desafiar el mandato de los adultos, y disfrutaba a plenitud. Pero sabía que se atendría a las consecuencias

Yo, gorda al fin, sí recuerdo algo de esos aguaceros: mi abuelo, guajiro de San Cristóbal, me dijo una vez que me alegrara de la lluvia de mayo, porque ponía los mangos dulces. Con los años he comprobado que tenía razón su saber de campesino: no hay mango dulce hasta que no le cae un buen aguacero.

Pero había otros muchos aguaceros que sí recuerdo haber vivido a plenitud. Eran aquellos chubascos de las tardes de verano, imprevisibles, que no comenzaban con lloviznas, sino con gotas como pedradas. Si estábamos jugando en la calle, podíamos alcanzar un pedacito de gloria, pues en lo que las madres recogían la ropa tendida y cerraban las ventanas de la casa, nosotros nos empapábamos y empezábamos a jugar “al cogío” bajo la lluvia.

Claro que eso duraba hasta que mi abuela se paraba en la puerta y gritaba “Victoria”. Yo sabía que ese “Victoria” era una señal de peligro, pues nada tenía que ver con el “Vicky” con el que casi siempre me nombraba. Y si algún día me decía “Victoria Vázquez”… ¡tiembla, tierra! Yo entraba a la casa con el rabo entre las piernas y la cabeza gacha, pero aun así me recibía un lluvia de pescozones (nada grave, solo había que reafirmar que «tú sabes que eso no se hace») junto al regaño, de forma que quedaba más o menos como: «¿Tú- pescozón-no-pescozón-sabes-pescozón-que-pescozón-las-pescozón-niñas-pescozón-no-pescozón-se-pescozón-bañan-pescozón-en-pescozón-la-pescozón-lluvia-pescozón». Creo que desde ahí aprendí a dividir las oraciones en palabras, así que cuando me tocó dividir en sílabas ya tenía medio camino andado.

También recuerdo haber requerido a mi abuela por no ser consecuente. Según mi mente infantil, si un adulto decía que el agua de lluvia era mala, pues al menos debía ser capaz de mantener su palabra y evitarme su contacto en cualquier circunstancia…pero no. Sucede que en plena crisis de abasto de agua en mi pueblo, hubo tanta escasez que llegaron a lavarme la cabeza con agua de lluvia, para ahorrarse el cubo de agua potable que significaba lavar mi pelo hasta la cintura. Solo a mí se me ocurrió preguntarle que por qué me prohibía bañarme en la lluvia, si de todas formas me lavaba el pelo con esa agua. Adivinen qué me gané…¡un pescozón!

Ya de adulta, conocí también esas crisis de abasto, el cargar agua de pipa, tener que lavar en casa de una parienta de otro reparto… Entonces limpié con agua de lluvia (¡qué horror, queda todo el piso empañado!), lavé con agua de lluvia (que hacía una espuma firme y blanca, pero dejaba un olorcito medio sospechoso en la ropa), y supe lo que significa lavar el pelo con agua de lluvia: no deja de salir espuma, es una locura. Me reí sola recordando la cara de mi abuela años atrás…

Lo que sí no dejo de recordar es lo del aguacero de mayo que nunca pude disfrutar de niña. Ahora, cada vez que veo que comienza a llover, pienso en los baños que no me di, y en lo Catherine Zeta-Jones que hubiera terminado siendo, de no ser porque en mi casa decían que “eso no es para niñas”. Aunque me quité la espinita siendo adulta, ya era demasiado tarde para mí.

Aprendiendo de lo vivido, no repetiré el esquema: si tengo una hija, la dejaré chapoletear cuanto quiera bajo la primera lluvia de mayo, aunque sea incomparablemente linda, porque, al fin y al cabo, la infancia es breve, y las probabilidades de morir de pulmonía son mínimas. Y si me sale fea, pues no podrá decir que no hice cuanto pude por ayudarla…

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