¡Hola, Multicubano!
Si le preguntas a un cubano cualquiera (pregúntatelo a ti mismo) qué lo hace rabiar, te dirá en primer lugar que la injusticia, y en segundo lugar, no tener café. Para quien esté habituado a tomarse ese mágico buchito de la mañana, el no tenerlo no garantiza solo un humor de perros todo el día, sino una migraña inevitable.
Esa dosis de cafeína es el combustible que impulsa a muchos de nosotros, sobre todos los que ya estamos en los ‘ta. Tiene que ser fuerte, caliente y semi-amargo. En su forma concentrada habitual, podemos decir que es un espresso, solo que sin la elegancia de la máquina de aquél.
Tomarlo frío es algo así como un sacrilegio, al igual que recalentado, aunque, dados a elegir, si alguien tiene que decidir entre tomarse el último buchito, frío como una piedra, o recalentado, de seguro optará por encender la candela.
En Cuba el café amargo (no digo negro porque nuestro café siempre es-o debería ser-negro) se usa solo para curar resacas o, en mi caso, combinado con hojas de salvia, afonías. Hay quienes lo endulzan con azúcar prieta, porque dicen que le da más sabor, los menos lo endulzan con miel, sobre todo en caso de necesidad o de hacer café carretero…
La cantidad de azúcar varía tanto como los gustos de los consumidores, y una vez que alguien se adapta a consumirlo de tal o cual manera, es casi imposible modificar ese gusto. Recuerdo a un indio con el que trabajé en Cuba. Él intentaba introducir en Cuba unas cafeteras eléctricas que usaban café encapsulado. Al ver la forma de consumir el café de sus clientes potenciales, me miró horrorizado y me dijo: “Ustedes no toman café con azúcar; toman café porque lleva azúcar”.
Hace años, cuando una muchacha casadera aprendía a hacer el café sabroso, se le decía que ya se podía casar. Por supuesto, esto no significa que su suegra no encontrara su café demasiado flojo, o demasiado dulce…sin que esas críticas fueran directamente hacia el café.
El principal problema de dar con el “café ideal” es entender nuestras pequeñas cafeteras italianas. Dicen quienes saben, que hay que llenar la base hasta que el agua quede exactamente por debajo de la válvula de seguridad, y llenar el filtro hasta el borde, presionando ligeramente. También es importante vigilar el punto de hervor, pues un café quemado es imposible de tomar.
Por otra parte, si el descuido pasa a niveles superiores, puedes sentir un ruido que te causará un preinfarto, y al llegar a la cocina verás que el café se ha convertido en arte, y decora tus paredes y techo, en formas abstractas y dificilísimas de limpiar.
Ese caso es especialmente posible si cuelas solo el “Hola”, o sea, el que venden normado, a razón de un paquetico por persona al mes. Sobra decir que eso, en una casa normal, no alcanza ni para 10 días, así que hay que “inventar”. El invento puede ser comprar la libra de café en grano o tostado (pero hay que tener cuidado de no estar comprando más chícharo que café), o comprar los paquetes de La llave o Pilón que entran de forma mágica a Cuba, y armar la mezcla divina: una parte de Hola por una de La Llave, y ya parece que de verdad se está tomando café.
En estos momentos de pandemia, con viajes cancelados y envíos muy complicados, esa segunda alternativa ha debido sustituirse por la compra de café en las tiendas (en divisas o moneda nacional, donde se pueda), de marcas que juro por lo más sagrado que nunca había oído nombrar: además de Serrano, Cubita o Regil, ahora hay Turquino y Guantanamera. Y se repite el proceso: una parte de café “de tienda” por una parte de “Hola”. Sí, porque si te tomas el bueno solito, después te va a tocar rezar porque la cafetera no explote.
A la hora de montar la cafetera, cada persona tiene su fórmula secreta. Una cantidad determinada de azúcar o una cuchara con la que se mide el polvo (es “la cuchara del café”) pueden ser el toque mágico. O la proporción en la mezcla, pues hay que tener la medida exacta de café “malo” (en otras palabras, el café Hola, de la bodega) que se mezclará con café “bueno” (generalmente importado, adquirido de mil formas).
El resultado nunca decepciona, y no falta el vecino que se asome a tu ventana y te diga “oye, y mi buchito”, cuando el aroma chismoso invade la cuadra. Moraleja: en Cuba, está prohibido tener cafetera chiquita.
Hace años me preguntaba a qué sabrían los cafés que se expenden en otras partes del mundo, en grandes cadenas como Starbucks. Para empezar, los envases perecían demasiado grandes, y las mil opciones tipo caramel macchiato, american, latte, etc, me sonaban como salidas de una película de ciencia ficción.
Además, en todas las películas veía su contenido claruzco, sin gota de gracia ni de color. Comparados con nuestras humildes tacitas, ellas los rebasaban en color y calidad, según pensaba. ¡Y eso de tomar café descafeinado me parecía una atrocidad! Eso sería para un cubano como una pizza sin queso, o un fin de año sin puerco.
Cuando desembarqué en los Estados Unidos probé mi primer café “de ciencia ficción”. Y aquello me supo a muchas cosas, menos a café. Ahora, cuando estoy fuera de mi medio y todo el mundo pide café, yo, para no desentonar, pido un caramel macchiato. Así ellos creen que estoy tomando café aunque yo, de hecho, estoy tomando una bebida cremosa y dulce que recuerda, muy allá al final, en el regusto, a un café muy diluido. Eso no es café.
Si no me va a gustar el café, prefiero que no me guste el que se hace en Cuba, lleno de sabor y de un olor que inunda la cuadra. Y para que así sea, y para que mi abuela y madre disfruten, llevo cada vez que voy un surtido de La Llave, Bustelo y Pilón. Puede que el sabor no me guste, pero de que la casa huele a gloria, sí que huele.
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