“Carta a los médicos”
Abría los ojos lentamente, los párpados pesaban toneladas, pero una voz me alentaba ¡Vamos campeón que ya lo peor pasó! Cuarenta días atrás esa voz me había generado un profundo estrés cuando en medio de mi estado de malestar y obnubilado repetía “la cosa pinta fea, hay que intubar”. Increíblemente era la misma que en ese presente me transmitía paz y esperanza. Hubiese querido comenzar esta carta con un gracias estratosférico pero una palabra por muy relevante que sea no abarca la magnitud de mi gratitud hacia todos ustedes. Cuarenta días de altibajos en una Unidad de Cuidados Intensivos y aún en el estado de seminconsciencia mi mente procesó información de todo tipo. Entendí la dinámica compleja, interdisciplinar y altruista de los trabajadores de la salud, cada uno desde su rol necesario y protagónico. Y aunque transcurrieron semanas para ponerle rostro a esas voces que me devolvieron vida, sentí durante ese tiempo la protección y el abrigo de una familia. No me faltó la mano en el hombro transmitiéndome fuerza del jefe del servicio, la caricia tierna en el cabello de la seño, ni el piropo de la asistente “arriba, tan guapo y tan flojo”, que me hacía sonreír internamente. La de la voz dulce no se limitó a administrarme medicamentos, fue el puente entre mi familia y yo, me regalaba desayunos de mensajes de voz de mis dos nietos gemelos. Pero faltó tanto por decir. Hoy regresé al hospital como cada año desde hace ya más de 15. Algunos de los de esa época ya no están y los nuevos no entienden mi emoción. Los de siempre me abrazan, la asistente me sigue viendo guapo. Pero hoy 3 de diciembre yo no puedo faltar. Mi estadía en la Unidad de Cuidados Intensivos me enseñó por dentro el sacrificio, la entrega de cada uno de los galenos de la salud a los cuales les debo más que la vida, les debo la calidad humana de ella desde que en mi condición de paciente después de haberlos cerrado, ellos hicieron que volviera a abrir mis ojos, a pesar de la pesadez de los párpados.