“Relato del emigrante”
Hace unos días, entre tantos mensajes que recibo, encontré uno que me dejó pensando. No era un saludo ni una historia de amor. Era alguien que me decía que extrañaba su casa, su barrio, su gente. Que por más que tratara, no lograba acostumbrarse a la distancia, a los abrazos por videollamada ni a los buenos días en un idioma que nunca sintió suyo. “Salí buscando una vida mejor, pero dejé la mejor parte de mi vida atrás”, me escribió. Y ahí me quedé, con el teléfono en la mano, sin saber qué responderle. ¿Cómo se consuela a alguien que ha dejado su raíz en otra tierra? ¿Cómo se llena el vacío de una mesa donde faltan las voces de siempre? No le di consejos, porque hay nostalgias que no se curan con palabras. Solo le dije lo que yo también me repito cuando la tristeza aprieta: que la distancia no borra los recuerdos, que la tierra de uno siempre llama, aunque sea en sueños, y que no importa cuántos kilómetros haya de por medio, uno sigue siendo de donde se le ilumina el alma cuando oye una canción, un chiste o el timbre de una casa conocida. No sé si le sirvió mi respuesta, pero espero que sí. Porque en el fondo, su historia es la de muchos, la de todos los que un día se fueron, pero nunca dejaron de pertenecer.